La democracia como principio constitucional en América Latina

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Por: Carlos Bernal Pulido, profesor de Introducción al derecho y Derecho constitucional de la Universidad Externado de Colombia.

La democracia, fundamento de los Estados latinoamericanos y principio estructural de sus Constituciones, se ve amenazada por el presidencialismo, la constitucionalidad y el Estado social. Este último es el aspecto que más preocupa al autor, pues si bien es cierto que la Constitución democrática establece ideales de igualdad, justicia y derechos sociales en general, su efectiva protección es rebasada por la realidad cambiante, la ingerencia de la economía internacional y los ritmos de la globalización. Ante esta problemática el Tribunal Constitucional ha desempeñado un papel esencial al privilegiar los derechos sociales sin tener cuidado de la estructura del Estado o la planeación económica.

I. Introducción

La afirmación de que la democracia constituye un principio estructural de las Constituciones de los Estados de América Latina, es, sin duda alguna, un motivo de particular regocijo en nuestros días. A excepción del régimen de Fidel Castro, las ominosas dictaduras que imperaron en diversos lugares del subcontinente durante la segunda mitad del siglo XX han desaparecido. Asimismo, debe celebrarse que ni los brotes de autoritarismo en Perú y Venezuela, ni la inestabilidad política en Ecuador, ni las convulsiones económicas que Argentina, Brasil y México hubieron de enfrentar hace un lustro, ni los huracanes que azotaron Centroamérica, ni la guerra fratricida en Colombia, han desembocado en la abolición de la forma republicana, de las elecciones libres, ni de los demás elementos de la democracia representativa. Por lo menos desde el punto de vista formal, la democracia parece consolidarse como un triunfo del constitucionalismo latinoamericano, como una conquista irreversible que impedirá el resurgimiento de regímenes militares y que guiará cualquier proceso de integración regional.

A pesar de lo anterior, debe reconocerse que aun en tiempos en los que dudar de la transición a la democracia se consideraría un anacronismo, la preocupación por el funcionamiento de este principio constitucional en América Latina sigue conservando su actualidad. Desde el punto de vista de la ciencia política y de la sociología, cabe la hipótesis de que la democracia formal sea sólo una fachada que posibilite el imperio del peor de los autoritarismos: el autoritarismo de baja intensidad, que se esconde tras el ejercicio de las funciones democráticas y de este modo logra perpetuarse y hacerse inmune a la crítica. Desde este mismo punto de vista, puede aún preguntarse hasta qué punto la forma democrática está acompañada en nuestras sociedades de auténticos procedimientos deliberativos de toma de decisiones, de una Öffentlichkeit o crítica pública como aquella que Habermas estimara como la columna vertebral de este tipo de régimen,1 o de procesos discursivos como aquellos que Nino considerara necesarios en toda democracia deliberativa.2 ¿Será la democracia en América Latina sólo una máscara para la perpetuación del dominio soterrado de las elites tradicionales?

Para los economistas, por su parte, aún tiene validez la interrogante de si la democracia es compatible con la pobreza, incluso extrema, de amplios sectores de la población de los países latinoamericanos, con bajos niveles de educación, con una inequitativa distribución de la tierra y de la riqueza, y con una posición desventajosa para competir en los mercados internacionales globalizados.

Para nosotros los juristas, en cambio, resulta esencial preguntarse acerca de la manera en que el principio democrático se ha acomodado y ha resuelto sus tensiones con otros principios constitucionales. Como señalara Böckenförde en su famoso escrito Demokratie als Verfassungsprinzip3 (La democracia como principio constitucional), es bien cierto que la democracia, que en las sociedades modernas sólo puede concebirse en la forma representativa, y los demás principios constitucionales relativos a la forma del Estado, apuntan en parte hacia una misma dirección. Sin embargo, «en buena medida se encuentran también en una relación de tensión».4

El objeto de este artículo es indagar si la democracia representativa ha logrado resolver adecuadamente en América Latina sus tensiones con los más singificativos de estos otros principios constitucionales: el presidencialismo, el principio de constitucionalidad y el principio del Estado social. O si, por el contrario, el predominio de estos otros principios ha hecho que la democracia representativa continúe rezagada en la práctica del sistema político.

II. Democracia y presidencialismo

Es sabido abiertamente que el hiperpresidencialismo ha sido una de las leyes de construcción del Estado en América Latina. Un rasgo característico de los sistemas políticos del subcontinente, desde su surgimiento tras la independencia de España, ha sido el predominio, a veces desmedido, del Poder Ejecutivo frente al Poder Legislativo. Este predominio representa una alteración del principio tradicional del Estado de derecho de origen francés: la división de poderes; y de su análogo anglosajón: el principio del checks and balances. A lo largo de su historia, la institución presidencial no sólo ha aglutinado tradicionalmente las funciones de jefatura del Estado y del ejército, de suprema autoridad administrativa, de dirección de las relaciones internacionales y de poder reglamentario, sino que, tras el advenimiento de la llamada deslegalización, correlativa al Estado social, se ha convertido también en una instancia legislativa, que sustituye al Congreso en la regulación de temas técnicos y económicos. Es ya un tópico el reconocimiento de que el Congreso no tiene suficiente capacidad técnica para legislar acerca de los asuntos económicos que estructuran el Estado social y que, por tanto, el ejecutivo ha debido asumir esta función.

Ante estas circunstancias, la preservación de la democracia representativa ha aconsejado reforzar la función de control político por parte del Congreso. De este modo, se ha querido que en todo caso los representantes de todos los sectores de la población, asuman un control intenso de las políticas públicas; que el desmonte de las reservas de ley se compense con un control político más estricto.

Este pensamiento ha inspirado la inclusión de diversos mecanismos de control parlamentario en las más recientes constituciones de América Latina. A pesar de provenir de un sistema distinto al presidencialismo, se ha considerado que la inclusión de la moción de censura, las preguntas y las interpelaciones, junto al tradicional juicio político o impeachment, equilibrarían las relaciones entre el Ejecutivo y el Legislativo y de paso, darían más vigor al pluralismo político.

Ahora bien, la inclusión de estos mecanismos de control político suscita diversas interrogantes. En primer lugar, puede plantearse el problema de análisis histórico-político, de si en realidad su funcionamiento en la práctica ha contribuido a atenuar el hiperpresidencialismo y a favorecer la democracia representativa. En segundo lugar, es pertinente indagar si tales mecanismos tienen la capacidad para atenuar el hiperpresidencialismo, en razón de su implantación en el presidencialismo, un régimen político de naturaleza y fundamentos diversos a aquél del que proceden (problema de análisis del derecho constitucional) y en razón de las tradiciones y actitudes de la práctica política (problema de análisis de la ciencia política y sociología de la política). Finalmente, si la respuesta a los dos problemas anteriores fuese negativa, surge entonces la pregunta de si el sistema se ha resignado a la perpetuación del hiperpresidencialismo o si este déficit de control político en la democracia representativa se ha compensado mediante el fortalecimiento de controles de una índole diversa, como los controles sociales o los controles jurídicos.

Frente a estos interrogantes es preciso apuntar que la vinculación en el presidencialismo de estos mecanismos de control político provenientes del parlamentarismo, ha encontrado diversos problemas institucionales y fácticos. Un primer problema institucional estriba en que el presidencialismo descansa sobre presupuestos distintos a los del parlamentarismo y tales presupuestos dificultan el funcionamiento de los mecanismos de control. En el presidencialismo el presidente tiene una legitimidad democrática directa, que no depende de la confianza del Parlamento. Asimismo, sólo es responsable ante el pueblo, que en ningún caso puede ejercer un control sobre el programa de gobierno, al paso que en el parlamentarismo, el gobierno es políticamente responsable ante el Parlamento por el cumplimiento de su programa de gobierno. De lo anterior se desprende que en el presidencialismo el Poder Legislativo no tiene una ascendencia sobre el Ejecutivo, como sí ocurre en el régimen parlamentario. Finalmente, mientras que en aquel régimen el presidente es inamovible dentro de su periodo fijo, en el parlamentarismo puede ser removido cuando la relación fiduciaria se entienda extinguida.

Otros problemas institucionales se refieren ya a la concreta configuración de los mecanismos de control político. En el presidencialismo las citaciones y requerimientos tienen poca eficacia porque ante su incumplimiento no se han previsto sanciones rigurosas. Paralelamente, la moción de censura es de difícil aplicación, pues sus exigencias son extremas; y en todo caso, poca puede ser su utilidad para contratar una política del Ejecutivo. La moción de censura no se dirige nunca contra el presidente sino contra alguno de sus ministros, no implica la responsabilidad solidaria del gobierno, sino la responsabilidad individual del ministro censurado, y por lo tanto, la consecuencia más grave que puede implicar es la mera sustitución del ministro afectado, mas no el cambio de la política pública que este ministro abandera.

Frente a estas dificultades del control político, la democracia representativa en América Latina parece hallarse en una encrucijada. Por una parte, si el Parlamento ejerce un control político débil, el hiperpresidencialismo se perpetúa y se acentúa. Pero, por otra, la legitimidad independiente del Ejecutivo y del Legislativo implica que, en caso de que el Parlamento estuviese dotado de una capacidad de control político fuerte, podría eventualmente suscitarse una inestabilidad política por falta de gobernabilidad. La oposición de estos dos poderes en determinada circunstancia de tensión, podría conducir a la parálisis o al bloqueo del sistema político, tras la negativa del Legislativo a apoyar al Ejecutivo en sus iniciativas de ley. En este sentido, la combinación de la democracia representativa y el presidencial ismo dan lugar a una ecuación de autolimitación (que en casos extremos puede degenerar en la autoliquidación) del control político en el presidencialismo: a mayores posibilidades de control político menores posibilidades de gobernabilidad.

A lo anterior se suman algunos problemas fácticos que impiden un ejercicio adecuado del control político en el presidencialismo, que además salvaguarde el funcionamiento de la democracia representativa. Característico de nuestros sistemas políticos es la ausencia de una oposición política estructurada y de un sistema de partidos estable. Estos factores, aunados al clientelismo y a la mala comprensión del sentido del control político, que muchas veces se confunde con un control de tipo penal o de moralidad del Ejecutivo, dificultan al extremo el ejercicio de esta función por parte del Parlamento y refuerzan en la práctica la autoridad presidencial, incluso hasta cotas inaceptables en algunos países.

Con todo, el sistema político no ha permanecido inmutable ante estas circunstancias. El déficit de control político por parte del Congreso se ha intentado suplir con un activismo acentuado por parte de la jurisdicción, sobre todo de la jurisdicción constitucional. De este modo, con fundamento en el principio de constitucionalidad, las Cortes Constitucionales han intentado controlar el ejercicio excesivo de los poderes presidenciales, han intentado llenar el vacío de control político con una extensión de su control jurídico. No obstante, como en seguida veremos, cabe la hipótesis de que esta extensión también implica señaladas restricciones al principio democrático.

III. Democracia y constitucionalismo

Una de las transformaciones más extraordinarias que han sufrido los Estados latinoamericanos durante la transición a la democracia ha sido la expansión del control de constitucionalidad y la institución de Cortes Constitucionales. La idea de que todas las normas y las acciones del Estado deben ajustarse a la Constitución y que esta conformidad puede ser objeto de examen judicial, se ha extendido de forma vertiginosa hasta los más remotos lugares del subcontinente, desde sus orígenes norteamericanos en la famosa sentencia del juez Marshall, proferida en 1803 con ocasión del caso Marbury vs. Madison, y su reelaboración europea en el artículo de Hans Kelsen «Wesen und Entwicklung der Staatsgerichtbarkeit»5 (Esencia y desarrollo de la jurisdicción constitucional).

Ya no sólo en Europa y Estados Unidos, sino también en América Latina, se considera que el control de constitucionalidad es una institución esencial del Estado, si se me permite utilizar la conocida metáfora de Elster. Se ha reconocido que los gobiernos de turno deben estar atados al mástil que representan los derechos fundamentales y las reglas del juego político establecidas en la Constitución, para que no sucumban ante los cantos de sirena provenientes de las coyunturas políticas. Se ha tomado conciencia de que el terrorismo, las crisis económicas y los cataclismos telúricos, políticos y sociales, que en todo tiempo acechan la estabilidad de nuestras naciones, incitan a la restricción sin límites de la libertad y a soslayar que la pervivencia del Estado no puede pretenderse a costa de los derechos fundamentales. La aciaga doctrina de la seguridad nacional se ha sustituido por la convicción de que la propia existencia del Estado se justifica sólo en la medida en que pueda proteger los derechos fundamentales y garantizarles un grado óptimo de eficacia. El control de constitucionalidad se ha instituido entonces como un mecanismo de protección de los derechos fundamentales y de los pilares del Estado, que busca impedir los desafueros de los gobiernos de turno, especialmente en tiempos de crisis.

No obstante, en América Latina la jurisdicción constitucional ha desempeñado un papel en el sistema político que resulta sui generis desde el punto de vista del derecho comparado. El hiperpresidencialismo ha llevado a que la Corte Constitucional asuma, con gran legitimidad y respaldo popular, un papel que en principio no le correspondía, y se haya erigido a sí misma en una instancia de control político tanto del Ejecutivo como del Legislativo cuando éste ha sido demasiado aquiescente con el gobierno. En este sentido, la prominencia del hiperpresidencialismo y el déficit de control parlamentario se han intentado mitigar con la ampliación, quizás incluso inadmisible, del control de constitucionalidad. Este control, que en principio fue ideado como un control jurídico objetivo, fundado en técnicas interpretativas elaboradas por la metodología constitucional y la dogmática de los derechos fundamentales, se ha transformado en un control con claros tintes políticos, en donde ya no se discute acerca del contraste entre la ley y la Constitución, sino sobre la conveniencia o coherencia de ciertas políticas públicas. En esta dirección, incluso la Corte Constitucional se ha atribuido el control no sólo formal sino también material de los actos de reforma de la Constitución, cuando éstos han sido propuestos por el gobierno y llevados a cabo por el Congreso en funciones de constituyente secundario.

Sin embargo, el ámbito en el que el ejercicio de control político por parte de la Corte Constitucional ha sido más notable es el de los derechos sociales. En este terreno algunas de las Constituciones de América Latina se han visto enfrentadas a una paradoja insalvable. En la misma época en que se han expedido las Constituciones hoy vigentes, en su mayoría muy generosas en la consagración de derechos sociales, los gobiernos de turno han adoptado las irreversibles directivas neoliberales de reducción de la administración pública impuestas por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Como consecuencia de estas políticas, el Estado, y sobre todo la administración pública, han perdido su capacidad efectiva de satisfacer los derechos sociales establecidos en la Constitución mediante una prestación de los servicios públicos orientada por el interés general. Vastas áreas de la economía han sido privatizadas y asuntos como la salud, las pensiones o la educación han quedado al albur del interés económico particular. La paradoja es inocultable: cada individuo es titular de ciertos derechos sociales que el Estado debe pero no puede cumplir.

Ahora bien, la Corte Constitucional ha cumplido un papel estelar en la solución de esta paradoja. Los derechos sociales son promesas de prestaciones que la Constitución hace a cada individuo y la Corte Constitucional es el garante de su cumplimiento. Por esta razón, no es extraño que la incapacidad del Estado para satisfacer los derechos sociales haya llevado a la instauración masiva ante la justicia constitucional de acciones de tutela o recursos de amparo en los que se pide que se conmine a la administración pública a llevar a cabo las prestaciones que en teoría pueden deducirse de los derechos sociales.

Es a todas luces evidente que la aplicación jurídica de los derechos sociales resulta bien compleja. Las disposiciones constitucionales que establecen los derechos a la salud, vivienda digna, educación, al salario y a la pensión, son estructuralmente indeterminadas. Esto quiere decir que así como un salvavidas puede emprender diversas acciones para salvar a alguien que está en peligro de ahogarse, el legislador y la administración, según criterios de oportunidad económica, política y social, pueden intentar satisfacer las pretensiones de los derechos sociales de muy distintas maneras. Hay tantas formas de cumplir los derechos sociales, como maneras técnicas de satisfacer las pretensiones que ellos implican; y una de las prerrogativas tradicionales de un Parlamento en una democracia representativa consiste precisamente en poder determinar la mejor política pública para responder a los derechos sociales.

A pesar de ello, algunas de las cortes constitucionales de América Latina, en un claro ejercicio de control político, a lo que desde su punto de vista constituye la insuficiencia de las políticas públicas, han aplicado directamente los derechos sociales y han escogido criterios óptimos para su satisfacción. Es así como, por ejemplo en el caso de Colombia, la Corte Constitucional ha especificado las condiciones estructurales que las cárceles deben tener para garantizar los derechos de los presos (Sentencia SU-995 de 1999), ha señalado que el salario de los funcionarios públicos no puede congelarse sino que cada año debe aumentar de acuerdo con el índice de inflación (Sentencias C-1433 de 2000, C-1064 de 2001, C-1017 de 2003 y C-931 de 2004), ha declarado inconstitucionales normas de un sistema de financiación de vivienda que consideraba inconveniente y contrario al derecho a la vivienda digna (Sentencias C-383, C-700, C-747 y C-995 de 1999), ha establecido que el gobierno no puede variar las expectativas salariales y prestacionales de los servidores públicos establecidas en convenciones colectivas (Sentencias C-038 y 754 de 2004), ha protegido el derecho de los vendedores ambulantes a trabajar informalmente en la calle (Sentencia T-772 de 2003) y ha estimado que la protección que el gobierno ha dado a los desplazados de la violencia es insuficiente (Sentencia T-025 de 2004). Para camuflar sus apreciaciones políticas, la Corte Constitucional ha observado en algunas de estas sentencias la existencia de un «estado de cosas inconstitucional». Esta figura, que la Corte reviste con una apariencia de criterio de interpretación jurídica, no es más que la afirmación de que la realidad aún no es como debería ser según la Constitución o, si se me permite, que la realidad aún no es como debería ser según la Corte piensa que la Constitución establece.

Para mal o para bien, esta función de control político ejercida por la Corte Constitucional cada día recibe un mayor respaldo, no únicamente en la opinión pública sino también en ciertos sectores de la academia. No obstante, las intensas afectaciones del principio democrático y los desequilibrios presupuestales que este ejercicio del poder suscita deben tomarse en serio y deben ser objeto de una reflexión más profunda desde la teoría del Estado y de la democracia, la filosofía política y el derecho constitucional. Quizás no sólo cobre de nuevo vigor la pregunta sobre el guardián del guardián, que inspirara la conocida polémica entre Hans Kelsen y Carl Schmitt, sino además el interrogante más profundo de si es filosófica y políticamente legítimo que en América Latina la democracia se restrinja por la necesidad de protección de los derechos sociales y de controlar el presidencialismo. ¿No será tal vez esta una renovada forma de autoritarismo, menos espectacular que las dictaduras militares, pero igualmente restrictivas de la autonomía política? O, por el contrario, será éste un bienquisto camino hacia la tan ansiada estabilidad política en América Latina, que ha encontrado en la justicia constitucional un medio para la realización efectiva de la justicia social, la igualación entre clases y el control de poder. Responder a este dilema es uno de los más interesantes desafíos políticos que debe enfrentar el constitucionalismo en América Latina.

Con todo, las tensiones entre la democracia y el principio del Estado social no se evidencian únicamente en el activismo de la jurisdicción constitucional frente a los derechos sociales, sino, como a continuación vetemos, tienen una proyección de mayor alcance.

IV. Democracia y Estado social

En relación con este aspecto, incluso si se piensa en América Latina, resulta muy sugerente el artículo de Dieter Grimm sobre el futuro de la Constitución, que a pesar de haber sido publicado por primera vez en 1990, aún conserva una sorprendente actualidad.6 Desde luego, las reflexiones de Grimm no entrañan ningún tipo de disquisiciones de futurología. Su objetivo no es pronosticar el devenir de cierto texto constitucional, ni aventurar predicciones sobre la transformación de los contenidos de alguno de los vigentes. Su pretensión es mucho más pro tunda y arriesgada. Consiste en efectuar una prospección de la idea de Constitución, a partir del papel que juega en las vicisitudes del mundo actual. Las preguntas básicas son: ¿qué posibilidades tiene la Constitución que funda una democracia de seguir cumpliendo su cometido en las circunstancias en que se debaten las sociedades regidas por ella?, ¿tiene aún la Constitución democrática capacidad para regular la política?, ¿logra la Constitución democrática conservar su eficacia en el ambiente forjado por la actividad estatal de promoción del bienestar, que no era todavía previsible en la época en que aquélla tuvo su origen, y por la incursión de los Estados, como los latinoamericanos, en el proceso de globalización?

Estas interrogantes tienen implicaciones un tanto desconcertantes. Sugieren que sin haberse cambiado ni una sola coma de ninguna de las Constituciones vigentes, y a pesar de que las democracias funcionen como allí está previsto, como por arte de ensalmo todas habrían sufrido una pérdida en su validez. La causa más importante estribaría en la transformación de las condiciones políticas, económicas y culturales de las sociedades sometidas hoy día a la Constitución, a las disimilitudes que separan la realidad que la Constitución y la democracia rigieron en sus ciernes de la que hoy, en tiempos del Estado social globalizado, está llamada a gobernar.

La Constitución y la democracia marcaron el paso del orden feudal al liberal burgués. La visión del mundo que a la sazón comenzaba a prevalecer, atribuía al hombre la autonomía moral proclamada por Kant. Le hacía libre para comportarse de acuerdo con su propio criterio y responsable de sus elecciones. En este ambiente ideológico, el fracaso era imputable por entero al sujeto que lo padecía. La indigencia no era percibida como consecuencia de una injusticia social, sino como un anatema del destino. El sujeto debía pagar con riesgos inexorables el precio del ejercicio de la libertad, fin de los fines. El hombre veía reconocida la posibilidad de orientarse hacia su propio éxito, sin más restricciones que las necesarias para armonizar sus posibilidades de acción con las de sus semejantes.

La Constitución, autorrepresentación cultural de los pueblos, como sostiene Haberle, contenía el correlato de este modo de pensamiento. Su encargo exclusivo era crear y legitimar una organización capaz de hacer perdurar un ambiente propicio para el despliegue de las libertades personales, de la autonomía individual del liberalismo y la autonomía pública de la democracia. Su única misión consistía en fundar el Estado, y controlarlo para que preservara la libertad frente a cualquier embate. La Constitución legitimaba el ejercicio del poder público, siempre y cuando se ciñera a sus mandatos. El Estado democrático, a su vez, desarrollaba su misión de manera eficaz mediante el derecho. Las normas jurídicas eran suficientes para impedir el uso arbitrario o excesivo de la libertad. Todas las extralimitaciones previsibles de las conductas particulares podían evitarse mediante la expedición de normas de prohibición, mandato o permisión. El Estado democrático catalogaba los comportamientos privados como legales, ilegales e irrelevantes. Ante cada una de estas clases de conducta, asumía una actitud pertinente de aprobación, rechazo o indiferencia. Con ello agotaba sus relaciones con la sociedad y podía desempeñar cabalmente su tarea.

La toma de conciencia de la ineptitud del mercado para cumplir sus promesas de bienestar general dio al traste con esta concepción de la sociedad, del Estado y de la Constitución. Igualdad real para la libertad era el lema de la visión del mundo que se erigió contra el modelo burgués. La idea de solidaridad se situó entonces en el centro de la renovada definición de bien común, que no podía seguir concibiéndose como el corolario indefectible del ejercicio de la libertad individual. El bienestar entonces tendría que ser producido por el Estado.7 La pauperización de las masas había demostrado que la prosperidad general no era un atributo del cosmos, cuyo reconocimiento bastara para que se hiciera patente en la realidad. Como consecuencia, se asignó al Estado la primordial tarea de incluir a toda la población en los diferentes subsistemas sociales.8 Se le reclamó una labor activa, dirigida a generar las condiciones materiales adecuadas para que los habitantes de su ámbito territorial pudiesen ejercer su libertad y su autonomía pública. Se le pidió una actitud previsiva para hacer frente a los riesgos que fustigaban a las clases más frágiles, y su socorro ante las situaciones de emergencia.9 Pero ante todo, se hizo al Estado responsable de la subsistencia y del desarrollo de la sociedad en los ámbitos culturales, económicos y sociales. Se le atribuyó la responsabilidad de la procura existencial para cada ser humano,10 y se le exigió conseguir el crecimiento y el desarrollo, el aumento y la equitativa distribución de la riqueza, aun cuando esto entrañara concederle autorización para intervenir en el mercado y para limitar la autonomía privada.11

Bajo esta nueva Weltanschaung, el Estado democrático se ve avocado a cambiar sus instrumentos de acción. La coerción organizada mediante el derecho no resulta suficiente para promover el progreso, construir una sociedad más equitativa, y prevenir y afrontar las crisis. La obtención de estos fines pasa por otros medios de control, relacionados con el giro del dinero y con la evolución de la tecnología, la ciencia y las telecomunicaciones. A diferencia de la fuerza legítima, ellos no son objeto de monopolio estatal, ni de decisiones que dependan del ejercicio democrático. Su rumbo no depende por entero de la voluntad del poder público. Ningún congreso puede ordenar por ley la riqueza o la prosperidad para su país. Las arcas públicas y privadas no se colman solamente por virtud de una ley que así lo disponga; así como tampoco se producen de este modo los adelantos científicos o tecnológicos. El Estado democrático sólo puede influir indirectamente en el derrotero de estos instrumentos que marcan el compás al que cabalgan las sociedades del presente. Su posición para el efecto, se asemeja mucho a la que ostentan los particulares. Los rasgos de la soberanía se desdibujan cuando el poder político sitúa sus expectativas y sus comportamientos en la trayectoria de estos canales de comunicación de los sistemas económico y científico. Frente a ellos, el poder estatal no puede ejercerse de la misma manera que cuando se despliega para salvaguardar la libertad individual. En este nivel, el Estado democrático no puede valorar todas las conductas particulares en términos de patrocinio, rechazo e indiferencia, e imponer los correctivos que estime pertinentes. Hay demasiados comportamientos privados que por su velocidad o volatilidad, no alcanzan siquiera a ser previstos por el Estado democrático. Sobre otros tantos, este Estado no tiene legitimidad para obrar, pues sus actores tienen índole transnacional o supraestatal. Con relación a otro considerable número, el ente público inhibe su actuación a causa de la presión que los representantes de los intereses privados ejercen en sus propias entrañas. Por esta razón, en los aspectos atinentes a la obtención de los objetivos de bienestar que se ha propuesto el Estado democrático, la concertación aparece como estrategia sucedánea de la coerción. El lenguaje imperativo característico del soberano, cede su paso al exhortativo propio del par, del semejante. El ejercicio del poder público invita al ejercicio del poder privado. La voluntad estatal persigue seducir a la voluntad privada; conseguir su acogimiento, su respaldo. Los mandatos y prohibiciones son reemplazados por estímulos, incentivos y subsidios, que conforman una suerte de normatividad débil.

¿Qué posición ostenta la Constitución de un Estado democrático como aquella que gobierna los países de América Latina en este nuevo panorama?, ¿es ella un instrumento adecuado para continuar rigiendo la sociedad desde la cúspide del ordenamiento jurídico? Dieter Grimm defiende una tesis al extremo escéptica: «la extensión de las funciones del moderno Welfare State trae consigo un déficit de reglamentación constitucional» y un déficit operativo para la democracia.12 Esta aserción descansa sobre dos argumentos principales. Tras el primero puede advertirse la melodía de la identificación kelseniana entre Estado y derecho. Dado que la Constitución de la democracia se dirige a regular la intervención estatal, en donde ésta no se produce, la Constitución no puede operar. «Sin intervención no hay reserva de ley; sin reserva de ley no hay legalidad de la administración pública; y sin legalidad de la administración pública no hay control de legitimidad por parte de los jueces». En otros términos, la existencia de un acto estatal es un presupuesto apodíctico para el despliegue de la función prescriptiva de la Constitución. El sometimiento de la ley a la Constitución, y de los actos administrativos a la ley, no puede verificarse de no mediar una ley o un acto administrativo. La jurisdicción no puede controlar la inconstitucionalidad o la constitucionalidad de la nada.

La segunda razón, en cambio, denuncia un déficit de capacidad prescriptiva de la Constitución de la democracia en el ámbito de la intervención estatal. En esta órbita, la protección de los derechos fundamentales mediante el reconocimiento de su prefered position frente a la ley se hace nugatoria, cuando ésta pretende «transformar las relaciones y estructuras atinentes a los grandes grupos sociales, cuyas posiciones relativas a los derechos fundamentales entran en colisión».13 En estos casos resulta bien complejo derivar de las indeterminadas disposiciones constitucional es una única so lución correcta. Ellas no le señalan al juez constitucional la manera de zanjar el proceso. El juez no puede llegar a conocer el sentido de la sentencia; tiene que construirlo.

En opinión de Dieter Grimm, la única salida que el derecho ha encontrado para escapar de este dédalo, es la aplicación incesante del principio de proporcionalidad. Mediante su utilización, la jurisdicción busca preservar los derechos fundamentales de las intervenciones legislativas y administrativas excesivas. Asimismo, verifica la corrección del equilibrio legislativo de las posiciones de derechos fundamentales en colisión. Como quiera que estos derechos tienen el status constitucional de principios objetivos, que se aúna a su condición originaria de derechos de defensa, las alternativas de acción idóneas para realizarlos son múltiples y disímiles. Los fines constitucionales no determinan por lo general un único medio adecuado para alcanzarlos. La elección de uno entre los posibles es una tarea política por antonomasia. Por esta razón, la jurisdicción debe limitar su actividad a controlar que el medio seleccionado por el legislador o la administración para obtener un objetivo constitucional legítimo, no sea desproporcionado; que no restrinja otro derecho fundamental más allá de lo debido. El juez debe convertirse entonces en un valedor de la concordancia práctica que debe imperar entre los diversos principios constitucionales.14

Con todo, la aplicación del principio de proporcionalidad para la tutela de los derechos fundamentales tropieza con dos escollos nada desdeñables. Por una parte, dado que se utiliza en un espectro heterogéneo de casos, el contenido de este principio tiende a sustraerse a generalizaciones de las que pueda derivarse una única solución correcta para cada caso posible. Es más, la respuesta correcta que para muchos casos arroja el principio de proporcionalidad, es que para ellos la Constitución no prevé ninguna respuesta correcta.15 De esta manera, la actividad jurisdiccional se vuelve poco controlable. Por otra parte, no es evidente que los tribunales dispongan de la suficiente legitimación para ordenar al legislador y a la administración pública unos precisos derroteros para cumplir con las metas del Estado social, mediante el principio de proporcionalidad. El control de proporcionalidad de las omisiones legislativas y ejecutivas implica el desplazamiento de la conformación de la sociedad y de la economía a la sede judicial. Este principio no produce en este ámbito respuestas concluyentes.16 Asimismo, tampoco el juez parece estar provisto de los suficientes instrumentos técnicos, de los suficientes datos extrajurídicos, ni de la suficiente competencia democrática para establecer con precisión qué medidas concretas debe adoptar el Estado para hacer efectivos los derechos sociales y de protección. Las consideraciones relativas a la idoneidad de los medios escogidos para conseguir los objetivos estatales relevantes, tienen que ver más con criterios de oportunidad propios del debate político, que con razones de legalidad o constitucionalidad, características de la argumentación judicial.

Con fundamento en estos argumentos que persiguen evidenciar el déficit de regulación y el déficit democrático de que adolece la Constitución en el Estado de bienestar, Dieter Grimm enuncia su dictamen. A su juicio, la prospección de la Constitución es bastante problemática: «si un cambio en la concepción de la constitución podrá compensar esta pérdida de validez, o si ella se atrofiará en un ordenamiento parcial, es una cuestión que queda abierta».

Lo expuesto hasta el momento puede exigir algunas precisiones y matices de las que a continuación nos ocuparemos. Sin embargo, ella reviste el mérito de sondear uno de los problemas más acuciantes que el actual derecho público no puede soslayar. Ciertamente, esta revisión del concepto y de la función de la Constitución de la democracia no constituye una arremetida contra muchos de sus tradicionales principios esenciales. La doctrina sostiene al unísono que el Estado social no implicó una ruptura con el Estado liberal de derecho, sino un intento por perfeccionarlo.17 La soberanía popular, la exigencia de legitimación jurídica y de límites al poder estatal, la división de las funciones públicas, la garantía de la libertad individual y de la igualdad, y los principios de legalidad y constitucionalidad, conforman un acervo constitucional irrenunciable. Ellos son elementos del Estado constitucional democrático,18 que deben ser apreciados como una irreversible «adquisición evolutiva» desde luego también en América Latina.19 Estos principios representan conquistas del racionalismo que identifican la, así denominada por Habermas, sociedad postradicional. La Constitución democrática ha traído consigo una manera de legitimar el ejercicio del poder político que ha sustituido a la magia, al mito y a la fe religiosa, y que se apoya sobre todo en la relación de tensión y complementación entre los derechos fundamentales y el principio de soberanía popular.20 Por esta causa, estos dos elementos se han convertido en indestructibles pilares básicos de la organización política de cualquier sociedad.

A pesar de lo anterior, la llamada de atención de Dieter Grimm sobre el déficit constitucional acarreado por las expectativas sociales ajenas a los procesos de formación y crisis del Estado social y de globalización no parece deleznable sin más. La Constitución democrática no puede ignorar dichas expectativas si quiere mantener su condición de norma fundamental que provee las bases a todo el orden jurídico. Sin embargo, su reacción ante ellas no exhibe la eficacia apropiada para satisfacerlas. Es bien cierto que la consagración constitucional de los derechos sociales y de metas estatales encaminadas a hacer efectivos los principios de igualdad real y de justicia social no es un hecho desdeñable. Gracias a la inclusión de estos contenidos en las Constituciones, los poderes públicos se han hecho conscientes de que el ejercicio fructuoso de la libertad presupone unas condiciones materiales mínimas,21 y han adquirido legitimación para tratar de conseguirlas, aun cuando este cometido implique la limitación de la propia libertad. Observados desde esta perspectiva, los derechos y los objetivos sociales proporcionan una particular justificación a la intervención estatal en los derechos liberales clásicos, sobre todo en los de propiedad y libre empresa. De faltar su mediación, la imposición de cortapisas a estos derechos económicos sería a todas luces ilegítima. Sin embargo, la consagración constitucional de los derechos sociales y de las metas de justicia social no determina por entero la efectividad de aquéllos y la obtención de éstas. El logro real de los objetivos de bienestar social, y el aprovisionamiento individual de los medios materiales imprescindibles para llevar una existencia digna y para desplegar las libertades, no depende esencialmente de su inscripción en el texto de la Constitución ni de la expedición de legislación. La consecución de estos loables propósitos está supeditada antes que nada a decisiones de política económica. Algunas de ellas son ajenas al Estado. Son medidas advenedizas, surgidas de organismos reguladores internacionales o supranacionales, a los cuates el Estado ha transferido parte de sus competencias, como producto de su participación en procesos de integración o de globalización. De modo correlativo, otras decisiones de esta índole aún pertenecen al resorte estatal. No obstante, frente a ellas poco o nada tiene que decir la Constitución. Su naturaleza técnica, y su condición inmanente a unas circunstancias económicas y sociales determinadas que pretenden adaptar y moldear, las sitúa en un nivel diferente de aquél en donde se hallan los abstractos principios constitucionales. La Constitución no especifica los métodos para obtener el progreso y el bienestar; sólo instituye a éste y a aquél como objetivos estatales a agenciar. La Constitución no plasma una imagen fija del orden económico social a alcanzar, sino que se limita a configurar un marco amplio de principios a modo de programa a desarrollar progresivamente por los poderes públicos. Consiguientemente, la jurisdicción constitucional no puede ejercitar frente a las políticas económicas legislativas o gubernamentales un control comparable al que despliega para proteger las libertades individuales, sin incurrir en un activismo cuando menos hasta ahora injustificado, desde el punto de vista del principio democrático. Los derechos sociales y los propósitos de justicia social ostentan por lo tanto el status de mandatos a los poderes constituidos, cuyo cumplimiento no es verificable plenamente en sede judicial. La armonía entre el carácter justiciable de los derechos sociales y los principios de la democracia representativa y separación de poderes es tal vez la mayor aporía de los derechos social es. De acuerdo con una concepción clásica de la Constitución, con fundamento en estos derechos, el juez constitucional sólo puede invalidar los exabruptos, las decisiones desproporcionadas, excesivas, arbitrarias. Si va más allá, aún con los nobles propósitos de un valedor de la justicia material, usurpa la libertad de configuración constitucional que ostenta el legislador22 y pone en jaque la estructura del Estado de derecho. En cualquier caso, la eventual legitimación de un activismo judicial de esta índole exigiría la construcción de un nuevo modelo de Estado, con otro tipo de estructuras de democracia representativa y de relaciones de frenos y contrapesos entre los poderes. Un modelo semejante todavía se desconoce.

Con todo, la presencia de derechos sociales y objetivos económicos en la Constitución ha suscitado —y esto con más ahínco en América Latina que en Europa— una inusitada discusión sobre las políticas económicas del Estado en sede jurisdiccional. Un sinnúmero de controversias jurisdiccionales ha girado en torno a la elección política de los medios más idóneos para conseguir el ambicionado bienestar general.23 Adhesión a la globalización ilimitada o proteccionismo, y el correlativo desmantelamiento o fortalecimiento del Estado de bienestar, son los polos de la deliberación que ha llegado incluso a las cortes constitucionales. El rampante pensamiento único preconiza la liberación del Estado de sus abrumadoras cargas sociales, como la vía exclusiva para la prosperidad universal. Sus valedores argumentan que la privatización de los servicios públicos y la reducción de las áreas burocráticas estatales llevan consigo el aumento del crecimiento económico, y que éste a su vez, entraña la reducción del desempleo. Fundados en este razonamiento, vislumbran porfiados una mejoría en los niveles sociales de vida. Asimismo, auguran el cataclismo financiero de toda organización política dispuesta a arrebatar el destino de la mano invisible (o tal vez furtiva entre los pasillos de las entidades financieras multilaterales) del mercado. Hasta la dosificación de ayudas mínimas para los menesterosos se objeta en muchos casos y se augura el desfallecimiento incontenible del Estado de bienestar: pan para hoy y hambre para mañana, reza el anatema fatal.

¿Qué evidencias tenemos del cumplimiento de estas profecías?, ¿son ellas suficientemente verosímiles como para que tengamos que adoptar al pensamiento único como nuestro único pensamiento? A falta de certeza en este mundo contingente, por lo menos caben las dudas que intelectuales de la talla de Ralf Dahrendorf no han vacilado en esgrimir. En su bienquisto opúsculo La cuadratura del círculo, ha denunciado el talante protervo de la riqueza que la globalización ha arrastrado en dirección hacia algunos exclusivos sectores sociales de los países desarrollados. Su sentencia es irrefutable: «Mientras algunos países sean pobres, y lo que es peor, mientras estén condenados a permanecer así —por vivir totalmente al margen del mercado mundial—, la prosperidad seguirá siendo una injusta ventaja. Mientras existan individuos que carezcan de derechos de participación social y política, no podrán considerarse legítimos los derechos de los pocos que gozan de ellos».24 La existencia de millones de seres humanos excluidos de los sistemas económicos (y también muchos otros o los mismos, de los sistemas políticos) es un indicio en contra de las bondades de la globalización. La proliferante miseria es mentís de su signo redentor. ¿No será ella más bien una argucia que persigue enmascarar la manera como los opulentos avorazan los mercados, con el cándido propósito de cuadrar un círculo universal de bienestar económico, cohesión social y libertades políticas mediante la eliminación de límites al capital?

Dieter Grimm nos ha hecho conscientes de la poca capacidad de la Constitución democrática para hacer frente a las consecuencias de la mise en oeuvre de esta ideología predominante. A pesar de que su ejecución podría engendrar la extensión de la pauperización, y con ello podría minar los derechos fundamentales de los individuos en su propia raíz, la Constitución no parece poder reaccionar. Castoriadis había advertido que convertir lo económico en factor central de la vida social es incompatible con la libertad. Ahora que corroboramos este inquietante aserto, la Constitución democrática, principal bastión de la libertad durante los dos últimos siglos, parece en América Latina entumecida, aletargada. ¿Cómo colmar entonces su vacío?, ¿qué estrategia complementaria ha de ser pergeñada para poner a salvo a las libertades? Una estrategia, cada vez más aceptada en países como los de América Latina, consiste en admitir el activismo del juez constitucional que, sin importar su costo, hace efectivos directamente los derechos sociales. No obstante, esta alternativa, llevada al extremo, parece conducir a desestructurar el Estado, a negar las probabilidades de planeación económica a mediano y a largo plazo, y a limitar desmedidamente la democracia representativa. El único camino que parece restar, es evocar a Rousseau para reclamar la participación ciudadana en las instancias de decisión económica y política, dentro y fuera del Estado. Sólo la democracia puede salvaguardar la libertad, en donde la Constitución desfallece. Las voluntades individuales y colectivas deben tomar parte activa en los procesos de decisión en todos los niveles: regional, estatal, supranacional e internacional. Las voces de los países más pobres del orbe, de los excluidos sociales, de los desempleados, de los defensores del medio ambiente amenazado por el devastador afán de lucro, de los consumidores de productos y de informaciones, y la de tantos otros rezagados y desdeñados copartícipes de los procesos de globalización, no pueden seguir siendo soslayadas. Hacer que ellas sean escuchadas; idear estrategias para que sean tenidas por algo más que un indescifrable e incómodo fragor, es tal vez uno de los principales retos que enfrentamos los juristas de ambos lados del Atlántico en este siglo que aún está en sus albores.