La canonización del arzobispo Óscar Romero

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La canonización del arzobispo Óscar Romero Galdámez es un don extraordinario a toda la Iglesia católica de este inicio de milenio. Lo es también para todos los cristianos, como muestra la atención de la Iglesia anglicana que en el 2000 colocó una estatua de monseñor Romero en la fachada de la catedral de Westminster, junto a la de Martin Luther King y Dietrich Bonhoeffer. Y es un don también para la sociedad humana, como muestra la decisión de las Naciones Unidas de declarar el 24 de marzo -día de su asesinato- jornada internacional por el derecho a la verdad sobre las graves violaciones de derechos humanos y por la dignidad de las víctimas.

El Papa Francisco quiso que Pablo VI y Romero estuvieran unidos en la celebración de la canonización. Es una cercanía significativa. Son dos grandes testigos del siglo XX: dos santos del concilio Vaticano II. El uno porque lo llevó a término y el otro porque vivió el espíritu hasta el final.

Monseñor Romero encontró al Papa Montini poco después de su nombramiento como arzobispo de San Salvador. Las acusaciones contra él y su acción pastoral, que llegaron también a Roma, fueron muy fuertes. El arzobispo presenta al Pontífice las fotografías del jesuita Rutilio Grande, asesinado junto a dos campesinos, Pablo VI las bendice y le dice a Romero: «Valor, usted es el arzobispo, usted es quien manda, guíe a su pueblo». Sus colaboradores recuerdan que el apoyo de Montini fue decisivo, de hecho, le dio nuevas energías. Hoy están unidos como ejemplos de santidad para toda la Iglesia.

El mundo ha cambiado mucho desde 1980, cuando Romero fue asesinado en el altar, para callar su voz. Ahora monseñor -así lo llamaba la gente sencilla. Habla de manera aún más alta y fuerte. La canonización, que se ha dado bajo el pontificado del primer Papa latinoamericano confiere al testimonio de Romero una fuerza particular, para su país, El Salvador, para que se derrote la violencia de las maras, por toda América latina para que encuentre el camino de un nuevo desarrollo, para que el mundo entero llene el abismo entre los muchos pobres y los pocos ricos.

La acción pastoral del Papa Francisco vincula la acción de Romero de forma robusta al hoy de la Iglesia y a su misión en el mundo. En una relación enviada a Roma se acusaba al arzobispo con esta afirmación: «Romero ha elegido al pueblo y el pueblo ha elegido a Romero». Una acusación que en realidad era el elogio más hermoso para un pastor. Romero «podía oler a las ovejas» y las ovejas se dieron cuenta. Y lo siguieron. Y es conmovedor ver todavía hoy a los campesinos hablar con él arrodillados frente a su tumba.

Romero, hoy, de algún modo guía la larga lista de los nuevos mártires del siglo XX. Por el resto, comprimió toda la enseñanza del Vaticano II en la perspectiva del martirio. A menudo afirmaba que el concilio pedía a los cristianos de hoy que fueran mártires. Así lo explicó en la homilía en el funeral de un sacerdote suyo asesinado por los escuadrones de la muerte: «No todos, afirma el concilio Vaticano II, tendrán el honor de dar su sangre física, de ser asesinados por la fe, pero Dios pide a todos los que creen en él el espíritu del martirio, es decir, todos debemos estar dispuestos a morir por nuestra fe, incluso si el Señor no nos concede este honor; nosotros, sí, estamos disponibles, de manera que, cuando llegue nuestra hora de rendir cuentas, podamos decir: «Señor, yo estaba dispuesto a dar mi vida por ti. Y la di». Porque dar la vida no significa solo ser asesinados; dar la vida, tener espíritu de martirio es dar en el deber, en el silencio, en la oración, en el cumplimiento honesto del deber; en ese silencio de la vida cotidiana; ¿dar la vida poco a poco? Como la da una madre, que sin temor, con la sencillez del martirio materno, da a luz, amamanta, educa y atiende con cariño a su hijo. Es dar la vida…» Y pocos meses antes de la muerte, de visita en Roma, anota en su diario: «Esta mañana he ido nuevamente a la basílica de San Pedro y, ante los altares, que amo mucho, de san Pedro y de sus sucesores actuales de este siglo, he pedido de forma insistente el don de la fidelidad a mi fe cristiana y el valor, si fuera necesario, de morir como murieron todos estos mártires o de vivir consagrando mi vida como la consagraron los sucesores modernos de Pedro».

Romero escuchó el grito de los pobres y se hizo defensor pauperum, según la afirmación de la antigua tradición de los padres. Aceptó dar su vida para defender a su pueblo oprimido. Por eso fue asesinado en el altar. Mina García, una chica de 17 años, escribía a Romero una carta: «Monseñor, nunca antes de ahora me había dirigido a usted, pero ahora siento la necesidad de hacerlo para agradecerle profundamente por todos los esfuerzos que está haciendo para que los derechos y los deberes de todos nosotros sean respetados. Desde el humilde campesino tan lleno de bondad, de dolor, maltratado de forma tan cruel, hasta aquellos que sentimos su constante trabajo de cerca le digo “un eterno gracias”. Tengo 17 años, con muy poca experiencia en la vida, pero suficiente para expresarle a usted este dolor que siento al ver sufrir a mi patria y a mis hermanos… debemos convencernos de que la riqueza material no da ningún beneficio si está obtenida de manera egoísta como parece ser en nuestro país. Leyendo o escuchando sus homilías reconozco que usted nos muestra el camino abierto para nuestra salvación… pienso que la Virgen está trabajando mucho por nosotros, pero creo que lo que debe cambiar es nuestra actitud… espero firmemente que los niños puedan recibir un ejemplo más puro, que apunten hacia metas nobles y que puedan realizar. Creo que un anciano tiene derecho a llegar a su último día en plena tranquilidad. Espero que usted sienta que estoy a su lado… usted está con los pobres y sé que ellos y nosotros jóvenes somos una gran esperanza… vendrán días más difíciles, y en ellos deberá mantener la fe, la certeza de que Dios está con nosotros, y si usted está con nosotros, nada podrá estar en contra de nosotros». La canonización de Romero, que se ha dado mientras se desarrolla el sínodo de los jóvenes, confirma la fuerza de su testimonio también para las nuevas generaciones.