La rebelión comenzó en la noche y la madrugada del 22 y 23 de enero. El patrón de ataque típico reunió a muchas decenas y quizás centenares de rebeldes armados principalmente de machetes y palos, además de algunas armas de fuego rudimentarias, que se dirigieron a la plaza central de un pueblo.
En primer lugar, atacaron la oficina del telégrafo con miras a cortar la comunicación con los cuarteles fuertemente defendidos en las cabeceras departamentales de Sonsonate, Ahuachapán y Santa Ana.
El método usual de ataque a las oficinas del telégrafo consistió en derribar las puertas a machetazos y entrar antes de que el telegrafista pudiera enviar un aviso. En los primeros momentos también fueron atacados los destacamentos militares y policiales y las oficinas municipales. Con la excepción de Sonsonate y Ahuachapán, el número de soldados destacados en cada uno de los pueblos atacados no superaba una decena.
A pesar de que los rebeldes estaban pobremente armados, tenían a su favor una superioridad numérica y el factor sorpresa. Esto les permitió ocupar más de media decena de pueblos, incluyendo Tacuba, Salcoatitán, Juayúa, Nahuizalco, Sonzacate, Izalco y Colón. Con excepción de Salcoatitán, que tenía menos de dos mil habitantes, los pueblos ocupados por los rebeldes eran centros regionales importantes y muy poblados.
Los veinte mil habitantes de Izalco eran casi tan numerosos como los de la cabecera departamental de Sonsonete, Nahuizalco tenía quince mil residentes, Juayúa ocho mil, Tacuba siete mil quinientos, y Colón cinco mil quinientos. Ahuachapán, con poco menos de treinta mil habitantes, fue la ciudad más grande atacada por los rebeldes. En comparación, la ciudad capital de San Salvador tenía cien mil habitantes.
Una vez controlado un pueblo, los rebeldes se volcaron hacia las casas particulares y los negocios. Le dieron fuego a algunas estructuras, pero, básicamente, se dedicaron a introducirse en los edificios y robar. Los rebeldes atacaron a ciertos individuos identificados con abusos del poder local, incluyendo a Miguel Call, el alcalde de Izalco, Emilio Redaelli, un
comerciante de café en Juayúa, y el general Rafael Rivas, el comandante militar en Tacuba. Por lo general, los rebeldes no atacaron indiscriminadamente a civiles. Durante toda la revuelta, los rebeldes mataron a menos de cien personas, incluyendo a soldados durante los
enfrentamientos militares. Sin embargo, los rebeldes obligaron a las esposas y las hijas de las elites locales a moler maíz y prepararles tortillas, una labor humillante reservada para los sirvientes. Varios rumores afirmaban que los rebeldes pensaban violar colectivamente a las mujeres de la elite en varias municipalidades, pero ese señalamiento parece más producto de la histeria de la elite que una intención en firme de los rebeldes. Como ha observado un estudioso, resulta demasiada coincidencia de que todas las violaciones habrían de ocurrir el mismo día que llegaron los militares.
Los primeros pueblos en ser atacados fueron Izalco, Juayúa y Salcoatitán poco después de la medianoche del 23 de enero, a las 12:30 a.m., y es difícil estimar el número de rebeldes en cada ataque debido a las grandes discrepancias en los informes, pero, es probable que hayan sido centenares al comienzo de la insurrección y hasta quizás miles en sus momentos más álgidos.
Se supone que los rebeldes en estos sitios fueron dirigidos por dos de los más renombrados líderes, Chico Sánchez en Juayúa y Feliciano Ama en Izalco. Ama era un indígena a quien se le identificaba comúnmente como cacique de la comunidad indígena de Izalco. A Sánchez también se le consideraba como dirigente indígena, o al menos como una persona con vínculos fuertes con la población indígena de las cercanías de Juayúa. Otro líder en Izalco era supuestamente Eusebio Chávez, un carpintero ladino y cristiano evangélico. En Juayúa, otro jefe era Rosalío (Felipe) Nerio, a quien se identifica a veces como cacique indígena de la comarca.
Son escasos los informes de testigos oculares del levantamiento pero uno de los pocos que nos ha llegado es de Juayúa. Lo proporcionó un misionero bautista de Estados Unidos llamado Roy McNaught, quien escribió una descripción breve de su experiencia para una revista estadounidense que se publicó menos de dos meses después de los acontecimientos.
McNaught dijo que fue despertado poco después de la medianoche el 23 de enero por unos ruidos fuertes. Por su ventana observó a aproximadamente ochenta hombres atacando las oficinas del telégrafo. Dijo que los rebeldes atacaron después la estación de policía y que mataron a un agente e hirieron a otro. El siguiente objetivo de los rebeldes fue Emilio Redaelli, a quien McNaught describió como “el hombre más rico del pueblo”. Dijo que los rebeldes le dieron fuego a la casa de Redaelli y a uno de sus negocios, le dispararon a muerte e hirieron a su esposa e hijo. McNaught escribió que a medida que las llamas envolvían la casa, “escuchamos los gritos de la pobre mujer desde nuestro patio, y nos imaginamos la escena horrible que se desarrollaba a unas pocas cuadras de distancia”. Dijo que la casa
de Redaelli fue la única que se quemó pero muchas otras casas y negocios fueron saqueados durante toda la noche.
Otro recuento detallado de la experiencia de Juayúa proviene de la pluma del periodista salvadoreño, Joaquín Méndez, quien recorrió toda la región occidental a menos de un mes de la rebelión y redactó un informe largo de sus impresiones. Su gira fue autorizada por el gobierno, por lo que su escrito es favorable a sus patrocinadores; no obstante, sus descripciones son útiles. Proporciona versiones escritas de muchas entrevistas con residentes de diversas localidades. Su descripción del asalto inicial a Juayúa se asemeja mucho al de McNaught. También proporciona un listado de los daños a negocios y viviendas ocasionados por los rebeldes. De acuerdo a la lista, la familia Redaelli sufrió los daños mayores por 85,000 colones (el cambio con el dólar era de 2.00 por uno). Otras pérdidas significativas incluyeron la casa de familia de Mercedes Cáceres por 40,000 colones y las casas de Lorenzo Ríos y Julia Salaverría por 50,000 colones. En total, Méndez proporciona una lista de treinta propiedades y una pérdida total de más de 300,000 colones.
El pueblo cercano de Salcoatitán fue atacado a casi el mismo tiempo que Juayúa. En vista de que Salcoatitán y Juayúa están a apenas tres kilómetros de distancia y que fueron atacados simultáneamente, es probable que un solo grupo rebelde se dividió en dos frentes. El ataque a Salcoatitán se asemejó mucho al de Juayúa. El comandante militar de la localidad proporcionó una descripción del ataque y de los daños en un informe a pocas semanas del levantamiento; es uno de los pocos informes de este tipo que ha pasado al acervo histórico. El comandante escribió lo siguiente:
Después de invadir la ciudad, ellos [los rebeldes] abrieron fuego al edificio municipal, destruyéndolo por completo, y luego procedieron a romper las puertas de los hogares del Sr. Antonio Salavarría, Sr. Tiburcio Morán, Señorita Rosenda Rodríguez, don Benjamín Inocente Orantes, don Moisés Canales, don Francisco Pérez Alvarado y de un bar local. En la casa de José Dolores Salavarría, rompieron las ventanas de los balcones de arriba. En todas las casa anteriormente mencionadas, además de infligir serios daños, estructurales, los rebeldes destruyeron todo tipo de objetos de valor mobiliario.
El patrón del ataque a Izalco fue similar al de Juayúa y Salcoatitán. Los informes disponibles son de segunda mano, pero dicen que los rebeldes atacaron el pueblo desde el occidente. Izalco estaba dividido en dos vecindarios, uno indígena (el de Dolores) y otro ladino (el de Asunción); ambos tenían su propia plaza e iglesia. La calle principal a Izalco entra al
pueblo desde el sur y pasa primero por Dolores antes de llegar a Asunción, seis cuadras más adelante hacia el norte. Más allá de Asunción había plantaciones de café y las laderas bajas del volcán Izalco. Al igual que muchos municipios en toda la región, el pueblo de Izalco propiamente no era grande, a lo sumo unas diez cuadras en total. Si los informes disponibles son precisos, los rebeldes se aproximaron desde el lado poniente de Asunción, y una de las primeras víctimas fue el nuevo alcalde, Miguel Call. Aparentemente, él y un amigo, Rafael Castro Cármaco, un político local del pueblo de Chalchuapa, se encontraban en la calle como a tres cuadras al poniente de la plaza de Asunción. Los rebeldes deben haberse congregado en los cantones rurales colindantes al occidente de Asunción. Cuando se toparon con Call y Castro en la calle, los atacaron con machetes, matando inmediatamente a Call e hiriendo gravemente a Castro, quien murió posteriormente en un hospital en Sonsonate. Un residente de la localidad quien fue entrevistado por Joaquín Méndez un mes después de la rebelión estimó que los rebeldes sumaban como dos mil. Después de matar a Call, los rebeldes atacaron la oficina del telégrafo, la estación de policía y la alcaldía.
Ya en poder de la ciudad, irrumpieron en varias casas y negocios y los saquearon. Cuando Méndez llegó a Izalco a fines de febrero, los daños todavía eran visibles y tomó fotografías de puertas que habían sido derribadas a machetazos y de pertenencias que habían sido destruidas y tiradas por doquier.
Mientras que Juayúa y Salcoatitán no tuvieron tiempo de enviar avisos telegráficos a Sonsonate, el telegrafista de Izalco pudo mandar un mensaje antes de que los rebeldes destruyeran sus oficinas.
En respuesta, el comandante del destacamento militar de Sonsonate, el coronel Ernesto Bará, organizó una fuerza expedicionaria para ir en auxilio de Izalco. Nombró al mayor Mariano Molina para que la encabezara. Poco antes del amanecer del 23 de enero, Molina congregó a su tropa en la plaza frente al destacamento después de enviar a grupos de exploración para requisar algunos vehículos. Uno de los grupos de exploración se dirigió hacia el norte a la municipalidad vecina de Sonzacate, donde se encontró con un contingente grande de rebeldes. Los rebeldes acababan de atacar Sonzacate y se dirigían al sur hacia Sonsonate y su destacamento. Los rebeldes dieron alcance al carro y obligaron a los soldados a retirarse a pie. Ellos y los rebeldes llegaron al destacamento casi simultáneamente y tomaron de sorpresa al mayor Molina y sus soldados en la plaza cuando los portones del destacamento todavía estaban completamente abiertos. A continuación, se dio una lucha feroz de cuerpo a cuerpo mientras los soldados se batían en retirada para refugiarse dentro del cuartel. Por lo visto, algunos rebeldes lograron penetrar en el cuartel pero fueron repelidos por los soldados, quienes lograron cerrar los portones. Ya a salvo tras los muros del cuartel, los soldados suprimieron a los atacantes con fuego de ametralladora. Sin posibilidad de enfrentarse al fuego de las ametralladoras, los rebeldes suspendieron el ataque y se retiraron a Sonzacate no sin antes atacar una estación de policía cercana y saquear varias propiedades en el vecindario. El número de bajas durante el ataque se ha estimado entre cincuenta a setenta rebeldes muertos, cinco soldados muertos y una media decena de soldados heridos.
Casi al mismo tiempo que los rebeldes entraban a Sonsonate, otra fuerza rebelde atacaba el cuartel de la cabecera departamental de Ahuachapán. Se repitió el cuadro: Los soldados bien armados, a salvo tras los muros de su sombrío cuartel de apariencia medieval, repelieron a los rebeldes, quienes no obstante lanzaron tres ataques decididos durante la noche. Si bien es cierto que los ataques a Sonsonate y Ahuachapán fracasaron, fueron victorias tácticas y explican por qué la rebelión duró tanto tiempo. Los comandantes en los cuarteles dudaron en salir hasta estar seguros de que un ataque ya no era inminente. Este retraso neutralizó las ventajas de velocidad de desplazamiento y poder de fuego de los militares y proporcionó más tiempo a los rebeldes que se habían tomado los pueblos circundantes. Por ejemplo, los rebeldes que habían atacado Juayúa y Salcoatitán en la mañana del 23 de enero ocuparon el pueblo de Nahuizalco la siguiente tarde porque ninguna fuerza militar se les había interpuesto.
De igual manera, los rebeldes de Tacuba dominaron el pueblo por casi tres días antes de que la tropa de Ahuachapán saliera de su cuartel y se desplazara a los sitios más remotos del departamento.
Los otros dos pueblos atacados a primeras horas del 23 de enero fueron Tacuba y Colón, en los extremos occidental y oriental de la rebelión. De hecho, Colón ni siquiera está ubicado en las tierras altas del occidente. Está situado a unos treinta kilómetros hacia el oriente, en las laderas del volcán de San Salvador sobre la principal carretera nacional, que en aquellos tiempos no era sino un camino de tierra que conducía a las dos ciudades principales del país, Santa Tecla y San Salvador, la capital. La experiencia de Colón difiere del resto de pueblos en vista de que los rebeldes no se quedaron en el pueblo después de habérselo tomado. Sin embargo, la ocupación del pueblo en sus primeros momentos se ajustó al patrón de los
demás. Los rebeldes se impusieron a las fuerzas locales en poco tiempo.
Dos sobrevivientes que proporcionaron su testimonio a periodistas y militares fueron el telegrafista, Félix Rivas, y la esposa del comandante militar de la localidad, el coronel Domingo Campos. Rivas relató que se despertó al oír que botaban su puerta a mazazos y machetazos. Tanto él como su esposa fueron seriamente heridos; a él le cortaron las manos y perdió un ojo. La esposa del coronel Campos afirmó que reconoció a los que atacaron a su esposo como un grupo de hombres que se habían estado reuniendo en casa de un campesino de la localidad en el cantón Las Moras. Los describió como los líderes de la insurrección.
Pero en vez de quedarse en Colón, los rebeldes se replegaron como dos horas después de haberlo atacado. Un ciudadano del pueblo describió el panorama que encontró cuando llegó a las 3 a.m. desde una finca cercana: Casas destruidas y humeantes, gente herida y muerta, pero ningún rebelde. Los rebeldes, más bien, habían tomado el camino hacia Santa Tecla, la cabecera del departamento de La Libertad, con miras supuestamente a atacar la ciudad. Pero antes de que llegaran, una patrulla militar que venía bajando desde Santa Tecla se les enfrentó. Después de un breve tiroteo, los rebeldes fueron obligados a retirarse hacia Colón. Cuando llegaron al pueblo como a las 8 a.m., los ciudadanos de la localidad se habían
reagrupado y repelieron a los rebeldes, quienes entonces se dispersaron aparentemente en los campos a la redonda.
La experiencia de Tacuba se asemejó al patrón del ataque que conocieron Izalco, Juayúa y Salcoatitán. Los rebeldes atacaron sorpresivamente a las autoridades locales, controlaron rápidamente el pueblo y se quedaron allí hasta que llegaron los soldados a desplazarlos. De acuerdo a los informes, el destacamento militar en Tacuba estaba compuesto de nueve guardias nacionales bajo el mando del mayor Carlos Juárez cuando se produjo el ataque. Aparentemente, seis de los guardias desertaron cuando se enteraron del ataque inminente. Los otros tres defendieron el puesto hasta que se les acabó la munición. Según informes, los rebeldes lanzaron piedras sobre el tejado del puesto desde un punto en alto hasta que el techo cedió y cayó sobre Juárez y los dos guardias. Después de tomarse el puesto, los rebeldes mataron a los tres soldados y decapitaron al mayor Juárez. Otro blanco principal fue la casa del general Rafael Rivas, el comandante militar de la localidad, descrito por una fuente como “un viejo veterano que se había retirado a Tacuba”. Después de que los rebeldes botaron la puerta de su casa, se defendió con una pistola y mató a cuatro de sus atacantes. Pero los rebeldes lo capturaron, lo llevaron afuera donde lo decapitaron y colocaron su cabeza sobre una pica para pasearla por el pueblo.
El último sitio de importancia que atacaron los rebeldes fue el municipio de Nahuizalco en el departamento de Sonsonate. De acuerdo a una versión, a las 9:00 de la mañana del 23 de enero, un carro entró al pueblo lleno de dirigentes rebeldes procedentes de Juayúa y Salcoatitán, entre ellos Felipe Nerio, quienes anunciaron que el pueblo tenía hasta las 10:00 p.m. para unirse a los rebeldes; de lo contrario, se atendría a las consecuencias. Pero los rebeldes volvieron a las 3:00 de la tarde y como no encontraron el apoyo que buscaban, le dieron fuego a la alcaldía y algunos negocios y atacaron a unos ciudadanos, dando muerte a dos e hiriendo al menos a otros dos. Un terrateniente de la localidad informó al periódico La Prensa que se topó con una turba grande de rebeldes que se aproximaba al pueblo desde las cercanías. Dijo que entre los rebeldes se encontraban algunos hombres y muchachos que trabajaban en sus fincas. Dijo que los rebeldes lo dejaron ir pero le advirtieron que sería uno de los primeros en morir cuando atacaran el pueblo. El terrateniente se mostró incrédulo ante los rebeldes, en vista de que les había pagado bien y regularmente, pero que aún así se habían sublevado.
Uno de los principales objetivos de los rebeldes en Nahuizalco era el clan de los Brito, una familia de ladinos que se había instalado en la región a fines del siglo diecinueve y que había adquirido riquezas y poder político. Eran los dirigentes de la pequeña pero acaudalada población ladina en Nahuizalco y se habían enfrascado en un conflicto ininterrumpido durante muchos años con la comunidad indígena local para controlar el gobierno municipal. Francisco Brito era el alcalde del pueblo al momento de la insurrección, y en un telegrama a Sonsonate de fecha 29 de enero, resumió la situación a la cual se enfrentaba el gobierno local en los momentos después de la revuelta.
La Alcaldía y la estación de policía de esta ciudad fueron totalmente quemados, el 23 de los corrientes, por los Comunistas: absolutamente nada quedó de estos; los sellos municipales y cualquier dinero que haya sido guardado en la Alcalde, fue también quemado o robado.
Hoy, estamos llevando a cabo nuestra reunión en la oficina del gerente general de la Alcaldia .
La insurrección fue aplastada en un lapso de aproximadamente veinticuatro horas entre las tardes del 24 y 25 de enero. El gobierno nacional en San Salvador envío vía ferrocarril una columna masiva de refuerzos que se reunió con tropas movilizadas desde el oriente del país. Pero el grueso de esta fuerza no llegó a Sonsonate hasta el 25 de enero, y para entonces los
destacamentos de Sonsonate y Ahuachapán ya habían sofocado el levantamiento.
Los soldados de Sonsonate fueron los primeros en enfrentarse a los rebeldes. Una vez que se cercioró de que no era inminente otro ataque, el comandante del destacamento militar en Sonsonate envío a una patrulla bajo el mando del coronel Tito Calvo hacia Izalco en la mañana del 24 de enero. La patrulla se encontró con un grupo grande de rebeldes que estaba
acampando en Sonzacate, a lo que siguió una feroz batalla con bajas en ambos bandos, incluyendo el teniente Francisco Platero, quien estaba al mando de la unidad de ametralladoras. Al verse superados en números por los rebeldes, los soldados se retiraron al cuartel y el comandante preparó una respuesta mayor y mejor coordinada. La segunda fuerza expedicionaria salió esa tarde bajo el mando del coronel Marcelino Galdámez. Esta vez
se encontraron con que Sonzacate estaba vacío. Varios fuegos todavía ardían en el pueblo pero los rebeldes aparentemente se habían dispersado en los entornos rurales.
La columna de Galdámez siguió su camino hacia Izalco. Los informes de lo que aconteció allí son contradictorios. Un informe da la impresión que a la tropa de Sonsonate se le unió un contingente que venía de San Salvador o Santa Tecla. Otro informe dice que en vez de entrar en Izalco, los soldados se situaron en posición defensiva al comienzo de la cuesta que conduce al pueblo desde el sur y esperaron el ataque de los rebeldes. Los rebeldes entonces salieron, supuestamente, desde el barrio de Dolores y se lanzaron sobre la tropa para caer abatidos en grandes números por el fuego de las ametralladoras. Haya ocurrido o no el ataque
rebelde, lo cierto es que los soldados de Sonsonate rápidamente derrotaron a los rebeldes de Izalco y retomaron el control del pueblo. Uno de los personajes más connotados que fue capturado durante el contraataque fue Feliciano Ama. Todavía persiste la discusión sobre Ama y si fue realmente un jefe de la insurrección y, de ser cierto, por qué. No obstante, poco
después de su captura, los soldados se desentendieron mientras una turba del pueblo lo sacó de su celda en la cárcel y lo ahorcó desde un árbol de aceituno en la plaza principal del barrio de Asunción.
La tropa que había recuperado el control de Izalco abandonó el pueblo hacia fines de la tarde del 24 de enero y se encaminó hacia Nahuizalco, aproximadamente a 10 kilómetros cuesta arriba hacia el occidente. En el desvío hacia el pueblo, se encontró con una fuerza rebelde, la
cual se puso en desbandada después de un enfrentamiento de unos treinta minutos. De nuevo, los informes son contradictorios en cuanto a lo que hicieron los soldados después. Un informe dice que siguieron camino a Nahuizalco y tomaron control del pueblo esa misma noche como a las 8:30 p.m. Otros informes dicen que una vez concluido el enfrentamiento,
ya había obscurecido y la tropa decidió acampar a la orilla del camino y esperar hasta la madrugada. Cualquiera que haya sido la versión exacta, hacia la mañana del 25 de enero Nahuizalco había vuelto a manos del gobierno. Los soldados entonces procedieron hacia Salcoatitán y Juayúa esa tarde, adonde llegaron como a las 3:00 p.m. Los rebeldes trataron
infructuosamente de impedir su ingreso a Juayúa botando árboles en el camino y excavando trincheras, pero los soldados no se amilanaron. Hacia el atardecer habían recuperado el control de ambos pueblos después de un breve enfrentamiento con los rebeldes. Esa misma mañana del 25 de enero, una fuerza expedicionaria salió del cuartel de Ahuachapán y enfiló hacia Tacuba, que también volvió a manos del gobierno. Al ponerse el sol el 25 de enero, la rebelión había sido sofocada y los pueblos ocupados por los rebeldes estaban de nuevo bajo control del gobierno. La velocidad con la cual fue suprimida la rebelión demuestra que los rebeldes nunca tuvieron la capacidad militar de enfrentarse al ejército salvadoreño en combate a campo abierto. El único revés que sufrió el ejército fue en Sonzacate cuando la primera patrulla de avanzada, al mando del coronel Tito Calvo, fue sorprendida por un grupo grande de rebeldes. Pero fuera de ese incidente, los rebeldes nunca pudieron frenar el avance
de la tropa. La única ventaja de los rebeldes radicaba en sus números y el elemento de sorpresa. Siempre que el ejército tuviera tiempo de prepararse, su velocidad de desplazamiento y enorme superioridad de poder de fuego resultaba en victoria.
Esas mismas ventajas colocaron a la totalidad de la población campesina del occidente a la merced el ejército durante las siguientes dos semanas.
La derrota inicial de la insurrección no fue sino un preludio a una serie de acontecimientos horripilantes conocidos en el léxico popular simplemente como “el 32”. Los principales refuerzos del gobierno llegaron a Sonsonate bajo el mando del general José Tomás Calderón el 25 de enero.
Posteriormente, los militares sometieron a las zonas rurales del occidente a una brutal represalia. Unidades militares fuertemente armadas se desplazaron a gran velocidad por la densa población de la campiña, asesinando indiscriminadamente a campesinos. Una de las tácticas más utilizadas para aligerar la matanza fue dar la orden para que la población masculina de lo cantones vecinos se congregara en la plaza de un pueblo con el pretexto
de entregarles salvoconductos; los soldados entonces los alineaban y los ametrallaban en masa.
Durante los próximos diez a quince días, unidades de soldados y paramilitares asesinaron a miles de personas en todo el occidente salvadoreño en castigo por la insurrección. Los archivos salvadoreños guardan un lamentable silencio en torno a estos acontecimientos (quizás porque los militares destruyeron o escondieron la documentación que pudiera
implicarlos), pero uno de los pocos documentos que nos ha llegado con referencias explícitas a la matanza fue redactado por el comandante local de Salcoatitán. Según su informe, “Fueron ejecutados de orden Superior los que así lo merecieron”. Ese reconocimiento del comandante es una de las muy pocas declaraciones que contiene una referencia explícita que vincula la Matanza directamente a una orden superior. También dijo que la persecución de rebeldes sospechosos proseguía casi seis semanas después del levantamiento. “Es de lamentar,” dijo, “que todavía no se hayan podido localizar a los que huyeron no obstante los esfuerzos que se han hecho persiguiéndolos las comisiones en distintos lugares”.
Un anciano residente de Salcoatitán, Salvador Pérez (nacido en 1914), nos concedió una entrevista en el año 2000 durante la cual dijo haber visto una masacre en la plaza central del pueblo. Afirmó que él y su familia vivían en una casa cerca de una de las esquinas de la plaza y que habían huido a los cafetales cercanos cuando atacaron los rebeldes. Volvieron a su casa después de que los militares retomaron el control del pueblo. Dijo que a los pocos días de su retorno, él y su familia observaron desde una ventana de su casa cómo los soldados reunieron a un número grande de campesinos en la plaza central. Agregó, “Los soldados alinearon a los
hombres contra la pared de la iglesia y les dispararon.” Observó hasta que empezaron los disparos, momento en que su familia cerró la ventana. Pero escuchó los disparos y después se asomó y vio hombres muertos en la plaza y otros todavía vivos, que se retorcían y gemían.
En la medida que se repetían las masacres pueblo tras pueblo en todo el occidente, los cadáveres empezaron a apilarse a las orillas de los caminos y en montones dispersos. En lo posible, los soldados o los ciudadanos de la localidad los enterraban en fosas comunes, pero el número de muertos sobrepasó las capacidades de los pobladores y muchos cadáveres
quedaron al descubierto durante días. Tal fue el número de cuerpos insepultos que hacia fines de la primera semana de febrero, el ministro de salud envió instrucciones a las autoridades locales para que procedieran a enterrar los cadáveres y les proporcionó las dimensiones precisas de las fosas que debían cavar. A decir verdad, nadie se preocupó por llevar la cuenta
de los muertos, o si los militares lo hicieron, la documentación no se ha dado a conocer. Es por esta razón que la cifra estimada de los muertos varía tanto, entre diez mil y treinta mil. Es seguro que algunos de los fusilados participaron en la rebelión, pero la gran mayoría de las víctimas eran civiles inocentes que no participaron en los acontecimientos. Roy McNaught proporcionó algunos elementos en torno a los criterios poco claros que utilizaron los militares para determinar si una persona merecía morir. Dijo que al otro lado de la calle de su casa vivía una familia pobre de ocho personas en una choza minúscula. Dijo que la familia no participó en la insurrección pero que durante el segundo día de la ocupación del pueblo por los rebeldes, participaron en los saqueos y guardaron algunos artículos mal habidos en su choza. Cuando llegaron los soldados, registraron la choza, encontraron los artículos y sacaron al padre y lo fusilaron. McNaught agregó: “Lo mismo le pasó a muchos otros”. Un oficial de marina canadiense proporcionó detalles parecidos.
Había desembarcado en el puerto de Acajutla en el departamento de Sonsonate el 23 de enero como parte de una medida del gobierno británico de garantizar la seguridad de sus ciudadanos durante la revuelta. El oficial viajó por tren desde Sonsonate a San Salvador el 24 de enero e informó: “Se observaron muchos cadáveres de indígenas a lo largo de la vía férrea, especialmente en las inmediaciones de Sonsonate”. También dijo que los residentes intentaban demostrar su lealtad hacia el gobierno portando banderas blancas: “Casi todos los que andaban caminando llevaban una banderita blanca que agitaban constantemente para dar a entender que no eran rojos [rebeldes], muchas casas también tenían grandes banderas blancas colocadas en un lugar conspicuo”. El oficial puso en duda la eficacia de esta estrategia porque “se observó un cadáver con la bandera blanca todavía insertada en su sombrero”.
Los fusilamientos en masa duraron aproximadamente dos semanas, y entonces, tan repentinamente como habían comenzado, se suspendieron. Los militares decidieron que la región había sido suficientemente pacificada, o que cualquiera haya sido el mensaje que querían transmitir ya había sido enviado. Así, la jefatura central del ejército ordenó el retorno de los refuerzos a las zonas central y oriental del país y dejó el mismo número de tropas en el occidente que había antes del levantamiento. Sin embargo, los militares complementaron sus fuerzas mediante la creación de un cuerpo de defensa civil denominada Guardia Cívica que se enfrentaría a posibles brotes de actividad rebelde. Las unidades de la Guardia Cívica tenían a obligación de vigilar día y noche en sus pueblos e informar de cualquier actividad sospechosa. Todos los varones sanos debían participar y los gastos de alimentación y de uniformes serían absorbidos por la municipalidad a partir de contribuciones de los residentes.
Las unidades de la Guardia Cívica se mantuvieron activas en toda la región occidental durante el resto de 1932 y durante buena parte de 1933 en algunas localidades. Algunas unidades de la Guardia dieron la voz de alarma ante supuestas actividades rebeldes pero, de hecho, no ocurrieron más de éstas. Los insurgentes habían sido eliminados y el resto de la población sometido a la fuerza.
En vez del peligro de un resurgimiento de actividad rebelde, el principal problema que tuvo que enfrentar el gobierno nacional durante las semanas después del levantamiento fue la de ladinos furiosos que querían castigar a los campesinos y, especialmente, a los indígenas. Las unidades de la Guardia Cívica se vieron implicadas a menudo en estos abusos. El levantamiento tuvo aspectos muy personales, al igual que la respuesta ladina.
Las municipalidades que fueron atacadas por los rebeldes tenían poblaciones grandes en comparación a otras partes del país, pero no dejaban de ser comunidades pequeñas e íntimas. Las elites y los campesinos residían a poca distancia entre si y a menudo se conocían mutuamente por sus relaciones laborales o comerciales.
Una versión común del levantamiento desde la perspectiva de la elite consistía en que los rebeldes eran trabajadores locales que habían sido tratados de manera equitativa pero que aun así correspondieron con ingratitud al alzarse en armas. Un ejemplo de esta versión proviene del terrateniente de Nahuizalco (mencionado anteriormente) quien dijo que algunos de los rebeldes que lo amenazaron eran sus propios trabajadores. Una descripción similar corresponde a Ahuachapán, donde un agricultor local de nombre Juan Germán fue asesinado frente a su familia por Juan Ramos, “sirviente de la familia que había sido compañero en la juventud de don Juan, y había estado con su amo en Guatemala mientras este proseguía sus estudios”.
Aun cuando estas historias en particular hayan sido excepcionales, las elites en todo el occidente del país reaccionaron como si fueran la norma. Se convencieron de que al desafiar su autoridad, los rebeldes habían rechazado las normas morales y políticas de la sociedad. Las elites devolvieron el golpe, aprovechándose del caos de la Matanza y convencidos de que tenían derecho a la venganza. Se afiliaron a unidades paramilitares y oprimieron a los campesinos residentes en las localidades. Por ejemplo, las autoridades ladinas en Izalco intentaron reprimir las prácticas religiosas de los indígenas una semana después del levantamiento mediante la confiscación de todas las reliquias religiosas indígenas en el pueblo, las cuales serían colocadas bajo llave en la parroquia.
Argumentaron que las celebraciones asociadas con dichas reliquias “se fraguaban actos que están reñidos con nuestras leyes”. Otros informes procedentes de Izalco daban cuenta de que las elites ladinas estaban golpeando y encarcelando a los indígenas de manera indiscriminada y que después es cobraban cantidades exorbitantes para dejarlos en libertad. Se acusó a los miembros de la Guardia Cívica de Izalco de participar en estos hechos.
Informes posteriores decían que los ladinos de Izalco estaban monopolizando las fuentes de agua de la región y que les negaban agua a los indígenas para regar sus siembras.
Otro ejemplo de acciones de venganza por parte de las elites locales proviene de Nahuizalco. Dos semanas después del levantamiento, comenzaron a llegar informes a San Salvador de un sinnúmero de abusos perpetrados por los funcionarios ladinos locales contra los pobres de la región, tanto indígenas como ladinos. El gobierno, preocupado de que las autoridades de Nahuizalco podrían estar exacerbando las hostilidades en la región, envió a un agente al pueblo para que investigara si las acusaciones eran ciertas.
El agente, el teniente Enrique Uribe, se presentó ante las autoridades de Nahuizalco como el nuevo sub-comandante pero no dio a entender que su verdadera misión consistía en una investigación secreta de sus actividades. Uribe descubrió que las versiones acerca de los abusos eran ciertas. En el informe que envió a San Salvador, dijo que las autoridades ladinas estaban aterrorizando a la población campesina.
Después del repliegue del ejército al suspenderse la Matanza, las bandas paramilitares locales se organizaron y se dedicaron a recorrer la campiña en busca de supuestos comunistas. Los miembros de la Guardia Cívica aportaban la mayor parte de los efectivos de estas bandas, pero se les unieron otros ladinos y soldados. Le explicaron a Uribe que sus actividades constituían un “servicio patriótico”. Pero Uribe lo entendió de otra manera:
Las autoridades anteriores a mi…aplicaban la justicia de una manera mal interpretada, pues resultaba que la medicina que suministraban era aún más mortífera que la enfermedad de que adolecían los pacientes….Lejos de establecer la armonía y tranquilidad en el vecindario, [ellos están] sembrando el terror y el espanto, tanto en ladinos como en los indígenas y aún mas en estos últimos desacreditando así a las Autoridades Superiores.
Por cierto, resulta muy irónico que un miembro del ejército salvadoreño, que acababa de perpetrar uno de los casos más extremos de terror colectivo en la historia moderna de Latinoamérica, acusara a las bandas paramilitares de Nahuizalco de subvertir el orden cívico al actuar de manera violenta y arbitraria contra los campesinos de la región. Pero tales eran
las complejidades de El Salvador en 1932. El gobierno nacional decidió que las masacres debían terminar y no estaba dispuesto a permitir que las autoridades locales desacataran sus órdenes y actuaran por cuenta propia.
¿Quiénes eran los rebeldes?
Uno de las versiones más repetidas de los últimos setenta años acerca del levantamiento de 1932 es que los rebeldes fueron organizados dirigidos por comunistas. Dijimos que una de las razones principales que explican la persistencia de esta “causalidad comunista” radica en que tanto la izquierda como la derecha en El Salvador la aceptaron como tal. Evidentemente, la definición del vocablo “comunista” tuvo significado distinto para diferentes personas. Por ejemplo, algunos estudiosos, por lo general, conservadores en extremo, equipararon causalidad comunista con extranjeros respaldados por bolcheviques en Rusia quienes le pusieron el ojo a El Salvador como un sitio propicio para la revolución. Los comunistas extranjeros supuestamente se infiltraron al país, hicieron proselitismo entre las masas, y las incitaron para que se levantaran, aun cuando las masas probablemente entendieron poco o nada de marxismo. Otros proponentes de la causalidad comunista, tanto de derecha como de izquierda, le restaron importancia al papel de los extranjeros y se centraron, más bien, en organizaciones locales, el Partido Comunista de El Salvador (PCS), su organización hermana el Socorro Rojo Internacional (SRI), y el principal sindicato obrero del país, la Federal Regional de Trabajadores Salvadoreños (FRTS).
De acuerdo a su interpretación, los miembros del PCS, SRI y FRTS se dirigieron a los campos del occidente, organizaron a las masas, y las dirigieron en la insurrección. Las diferencias que se observan en este argumento tienen que ver con cuál organización o cuál grupo de personas dentro de cada organización encabezó la revuelta. Con independencia de las diversas versiones de la causalidad comunista, todos los que la aceptaban estaban de acuerdo con el papel central del comunismo en los acontecimientos.
El gran reto que enfrenta cualquiera que intenta determinar la veracidad de la causalidad comunista es la ausencia de documentación histórica de parte de los rebeldes. Algunos sobrevivientes de 1932 han compartido sus experiencias a través de los años, pero ninguno de ellos afirma haber sido rebelde y no se conoce relato de rebelde alguno. La mayoría de los
rebeldes eran analfabetos, así que no dejaron testimonios escritos. Es más, casi todos fueron muertos probablemente durante la Matanza y no sobrevivieron para contar su versión de los hechos o transmitirlo a conocidos o familiares en forma de tradición oral. La consolidación del régimen autoritario militar después de 1932 también suprimió los testimonios rebeldes al
imponer una cultura del miedo que inhibió a cualquier rebelde sobreviviente reconocer su participación.
La ausencia de testimonios de los rebeldes es una gran pérdida para El Salvador y un reto para los investigadores, pero afortunadamente existe alguna evidencia valiosa. Nueva documentación se ha encontrado en los archivos de El Salvador y en los informes sobre El Salvador en los archivos del Comintern en Moscú, Rusia. Todos los partidos comunistas locales afiliados al Comintern debían mantener correspondencia con Moscú o con una de sus oficinas regionales, como el Buró de Caribe en la ciudad de Nueva York. La documentación sobre El Salvador que se encuentra en Moscú contiene aproximadamente 350 páginas de cartas e informes con material del SRI así como del PCS.
Por cierto, existen razones de peso para aceptar la validez de la causalidad comunista. Hasta una lectura superficial de los periódicos salvadoreños y documentos oficiales de 1932 revela una generalizada referencia a los rebeldes como comunistas. Algunos ejemplos ya se mencionaron anteriormente y unos cuantos más bastarán como para ilustrar los patrones
en cuestión. Por ejemplo, el comandante militar local de Salcoatitán se refirió a los rebeldes como “comunistas” en su informe de marzo de 1932y afirmó que atacaron al pueblo “vivando al Comunismo y al Socorro Rojo”.
El alcalde de Armenia, otro pueblo del departamento de Sonsonate, dijo en un informe que “los recientes sucesos Comunistas han dejado un saldo trágico en el alma Nacional”. Asimismo, los periódicos en El Salvador se referían constantemente a los rebeldes como “comunistas” y “rojos” en sus crónicas sobre los acontecimientos. Joaquín Méndez, el periodista que visitó la región occidental escribió un libro sobre el levantamiento en marzo de 1932, incluyó versiones de sus entrevistas con una gama de individuos quienes de manera reiterada se referían a los rebeldes como “comunistas”. Roy McNaught, el misionero bautista de Juayúa, también denominó a los rebeldes como “comunistas” y “rojos”. En resumidas cuentas, las fuentes contemporáneas se refieren indefectiblemente a los rebeldes como comunistas. Otra razón de peso para aceptar la causalidad comunista como cierta
es que el Partido Comunista de El Salvador, después de su formación en marzo de 1930, declaró que su principal objetivo proselitista serían los obreros de las fincas de café del occidente del país. El reto para el partido sería l de materializar sus objetivos declarados en una organización efectiva y convertirse en la vanguardia de las masas del occidente. Otro problema consistía en que la dirigencia del partido mostraba escepticismo acerca de
la viabilidad de la revuelta armada en El Salvador en 1932. Pero muchos de sus cuadros, al igual que otros izquierdistas en el país, especialmente el SRI, creían que una insurrección a lo inmediato sería exitosa. Por ende, aunque algunos de los líderes del PCS se oponían a una revuelta armada, es posible que otros miembros del partido y del SRI organizaran a la población rural del occidente y que hayan lanzado el grito a las armas.
Una variedad de documentos encontrados en rebeldes muertos o capturados sugieren una presencia comunista en el levantamiento. El gobierno salvadoreño entregó muchos de estos documentos a periodistas y otros voceros gobiernistas para que se publicaran como parte de una campaña de desprestigio hacia los rebeldes. Una de las más conocidas fuentes que reprodujo semejantes documentos fue el libro de Jorge Schlesinger, Revolución comunista, publicado en Guatemala en 1946. Schlesinger reprodujo decenas de documentos que le habían sido entregados por el gobierno de Hernández Martínez. Los documentos incluyen planes de organización de la insurrección y manifiestos con instrucciones que debieron distribuirse a los rebeldes en todo el occidente rural.
Un manifiesto se titulaba “Instrucciones Generales Urgentes”, y entre sus órdenes se encontraba el llamado para comenzar la rebelión a la medianoche del 22 de enero, la hora en que, de hecho, la rebelión comenzó: “El 22 de enero de 1932, a las doce en punto de la noche, deberán estar movilizados y listos los contingentes de nuestras organizaciones revolucionarias, empeñando la acción inmediata para la toma de dichos cuarteles, los puestos de la Policía y de la Guardia Nacional”.
Fuente- (Recordando 1932: La Matanza,
Roque Dalton y la Política de la
Memoria Histórica)
Héctor Lindo Fuentes, Erick Ching y Rafael Lara Martínez)